Bajo el título de “No lo comprendo, no lo comprendo” (2014), palabras que abren “Rashomon” (1950), Confluencias editorial ha recogido en un volumen delgado y manejable una serie de entrevistas con y sobre el cineasta japonés Akira Kurosawa (1910-1988): a la introducción de Donald Richie siguen “Un recuerdo personal. Kurosawa y yo” del propio Richie, publicada originalmente en 1960, “Akira Kurosawa entrevistado en su casa” por el crítico y cineasta Nagisa Oshima, de 1993, y “Kurosawa y Gabriel García Márquez”, de 1991.
Contamos, de entrada, con un gran aliciente para la lectura: Kurosawa está, con seguridad, en el top 5 de los mejores directores de la historia del séptimo arte, avalado por películas notables como “El ángel ebrio” (1948), “Crónica de un ser vivo” (1955), “Barbarroja” (1965) o “Kagemusha: la sombra del guerrero” (1980) y, sobre todo, sus obras maestras “Ran” (1985), Dersu Uzala (1975), “Trono de sangre” (1957), “Los siete samuráis” (1954), “Vivir” (1952) o “Rashomon” (1950). El libro toma su título, como decía, de esta última película, que marca un antes y un después en el cine por varios motivos: encabeza el desembarco del cine “oriental” en Europa y EEUU (Kurosawa ganó el León de Oro en Venecia y el Óscar a la mejor película de habla no inglesa), que seguirían “Vida de O-Haru, mujer galante” (1952) de Mizoguchi, también premiada en Venecia, y, a finales de los 50, Ozu, mayor que Mizoguchi y Kurosawa y en cierto modo maestro de ambos, y el bengalí Satyajit Ray; por otra parte, su forma de narrar y rodar revolucionó el cine tradicional a uno y otro lado del Pacífico.
Nunca se había visto una narración que mezclara una violación, un duelo, un juicio, una voz del inframundo, además de un diálogo de fondo humanista, con cuatro puntos de vista distintos (el criminal acusado, la mujer supuestamente violada, el marido asesinado y el campesino que narra toda la historia). La precisión en la interpretación (Toshiro Mifune, el criminal, y Machiko Kyo, la mujer, protagonizan una escena memorable inspirada, según cuenta Kurosawa a Richie, en el sobresalto real de la actriz al ver un leopardo en una película) encaja perfectamente con la elegancia del guión y la delicadeza en la fotografía: en la entrevista con Richie, destaca que “lo que más me sorprendió fue el trabajo de cámara, Kazuo Miyagawa […] Vi las tomas del primer día y las aprecié. Eran perfectas”.
Richie describe los últimos años de Kurosawa como los de un Rey Lear vagabundo: no encontraba productores a la altura y su intransigencia en la negociación no lo ponía fácil a quienes aceptaban el reto. Como explica Richie, las reuniones tanto en la URSS por “Dersu Uzala”, como en EEUU por “Kagemusha”, que no creía que pudiese rodar, y “Ran”, fueron durísimas, y en Japón era conocido con el sobrenombre de Kurosawa-Tenno (Emperador Kurosawa) por su mal carácter: llegó a destruir todos los motivos musicales -salvo el definitivo- que Hayasaka, su compositor fetiche, había preparado para “Los siete samuráis” y destruía también inmediatamente las variantes del guión que descartaba rodar. Pero era la misma terquedad la que le devolvía una estética impecable. Así, recuerda que «Trono de sangre» trata de conjugar los principios del teatro Noh en las interpretaciones con un jidai (película de época) rodado con medios modernos: así consigue la obsesiva imagen de los dos jinetes (Macbeth y Banquo) atravesando ocho veces la niebla hasta encontrar un castillo construido íntegramente por el estudio con ayuda de algunos marines en un terreno escarpado y descarnado junto al monte Fuji.
Kurosawa había revolucionado la fotografía, el guión y el montaje en Japón. Trabajaba con la cámara a distintas alturas (en Japón era corriente que se mantuviera a una misma altura, normalmente cerca del suelo, donde solía transcurrir la acción), sumó a los argumentos tradicionales (dramas históricos sobre el Japón feudal o “baladas narrativas”, culebrones con drama social) temas y estética del cine negro, del Japón de la posguerra marcado por las bombas de Hiroshima y Nagasaki, y del drama psicológico influido, según cuenta, por Shakespeare, Dostoievsky, Tolstoi y Gorki. En definitiva, dotó al cine nipón de un ritmo trepidante, hasta el punto de que era capaz de comenzar una película in media res y con un disparo, frente al clásico saludo reverencial del correo del señor feudal de turno por el que apostaba la tradición. A lo largo de estas entrevistas, el lector descubre a un director absolutamente implicado con el cine, antifeudal y antimilitarista (de hecho cercano a círculos comunistas) y menos autoritario de como lo describían sus contemporáneos -el propio Hayasaka comprendía sus arrebatos y su equipo de guionistas estaba también de acuerdo con sus métodos de trabajo.
Esa revolución fue posible, en parte, gracias a la ocupación estadounidense: su esplendor, como el de Mizoguchi y Ozu, “ocurrió porque en aquellos tiempos [salvo los años de la guerra -dirá más tarde-, desde 1937 ó 1938 hasta los últimos años de los 50] los estudios dieron rienda suelta a los directores”. Pero antes había tenido ocasión de trabajar en todos los puestos de dentro y fuera del plató de los estudios PLC y Toho.
En efecto, descubrimos también en estas entrevistas que la llegada a la dirección fue accidental y accidentada. Aficionado a la pintura, a Cézanne y el movimiento Shirakaba (que tendía puentes entre Japón y Francia), fue introducido en el cine por su hermano, guionista. El suicidio de éste empujó a Akira a trabajar como asistente de dirección, aunque, como confiesa a Oshima, “no trabajé mucho con cámaras, pero sí lo hice en departamentos de atrezo y vestuario; durante una temporada llevé un martillo colgado del cinturón, y también pasé bastante tiempo en el departamento de revelado […] Cuando grabábamos yo actuaba como jefe de rodaje y tenía que supervisar las cuentas. Hasta que no llegué a conocer todos los aspectos de cómo hacer películas, no me convertí en ayudante de dirección. […] Y Yama-san [Kenjiro Yamamoto, su mentor en los estudios] me dijo que no me convertiría en director a menos que fuera capaz de escribir guiones y editar”. Al mismo tiempo, nunca dejó de pintar, y, ya siendo director, aprovechaba los descansos en el rodaje y las horas de la comida para dibujar y explicar el storyboard a su equipo.
El libro hará las delicias de quien busque más anécdotas, así como un repaso completo por la biografía y la filmografía de este genio del cine que fue, como tantos, profeta fuera de su tierra pero no en ella, un artista-artesano que, en palabras de Richie, “hablaba de sus métodos como si fuesen los de un carpintero o un albañil. Era tan anticuado como para creer en la tradicional falta de distinción que sostienen los japoneses entre arte y artesanía”.
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