«No lo comprendo, no lo comprendo.» Conversaciones con Akira Kurosawa

Conversaciones Kurosawa KinoseinBajo el título de “No lo comprendo, no lo comprendo” (2014), palabras que abren “Rashomon” (1950), Confluencias editorial ha recogido en un volumen delgado y manejable una serie de entrevistas con y sobre el cineasta japonés Akira Kurosawa (1910-1988): a la introducción de Donald Richie siguen “Un recuerdo personal. Kurosawa y yo” del propio Richie, publicada originalmente en 1960, “Akira Kurosawa entrevistado en su casa” por el crítico y cineasta Nagisa Oshima, de 1993, y “Kurosawa y Gabriel García Márquez”, de 1991.

Contamos, de entrada, con un gran aliciente para la lectura: Kurosawa está, con seguridad, en el top 5 de los mejores directores de la historia del séptimo arte, avalado por películas notables como “El ángel ebrio” (1948), “Crónica de un ser vivo” (1955), “Barbarroja” (1965) o “Kagemusha: la sombra del guerrero” (1980) y, sobre todo, sus obras maestras “Ran” (1985), Dersu Uzala (1975), “Trono de sangre” (1957), “Los siete samuráis” (1954), “Vivir” (1952) o “Rashomon” (1950). El libro toma su título, como decía, de esta última película, que marca un antes y un después en el cine por varios motivos: encabeza el desembarco del cine “oriental” en Europa y EEUU (Kurosawa ganó el León de Oro en Venecia y el Óscar a la mejor película de habla no inglesa), que seguirían “Vida de O-Haru, mujer galante” (1952) de Mizoguchi, también premiada en Venecia, y, a finales de los 50, Ozu, mayor que Mizoguchi y Kurosawa y en cierto modo maestro de ambos, y el bengalí Satyajit Ray; por otra parte, su forma de narrar y rodar revolucionó el cine tradicional a uno y otro lado del Pacífico.

Nunca se había visto una narración que mezclara una violación, un duelo, un juicio, una voz del inframundo, además de un diálogo de fondo humanista, con cuatro puntos de vista distintos (el criminal acusado, la mujer supuestamente violada, el marido asesinado y el campesino que narra toda la historia). La precisión en la interpretación (Toshiro Mifune, el criminal, y Machiko Kyo, la mujer, protagonizan una escena memorable inspirada, según cuenta Kurosawa a Richie, en el sobresalto real de la actriz al ver un leopardo en una película) encaja perfectamente con la elegancia del guión y la delicadeza en la fotografía: en la entrevista con Richie, destaca que “lo que más me sorprendió fue el trabajo de cámara, Kazuo Miyagawa […] Vi las tomas del primer día y las aprecié. Eran perfectas”.

Rashomon Kurosawa Kinosein

Toshiro Mifune y Machiko Kyo en un fotograma de Rashomon

Richie describe los últimos años de Kurosawa como los de un Rey Lear vagabundo: no encontraba productores a la altura y su intransigencia en la negociación no lo ponía fácil a quienes aceptaban el reto. Como explica Richie, las reuniones tanto en la URSS por “Dersu Uzala”, como en EEUU por “Kagemusha”, que no creía que pudiese rodar, y “Ran”, fueron durísimas, y en Japón era conocido con el sobrenombre de Kurosawa-Tenno (Emperador Kurosawa) por su mal carácter: llegó a destruir todos los motivos musicales -salvo el definitivo- que Hayasaka, su compositor fetiche, había preparado para “Los siete samuráis” y destruía también inmediatamente las variantes del guión que descartaba rodar. Pero era la misma terquedad la que le devolvía una estética impecable. Así, recuerda que «Trono de sangre» trata de conjugar los principios del teatro Noh en las interpretaciones con un jidai (película de época) rodado con medios modernos: así consigue la obsesiva imagen de los dos jinetes (Macbeth y Banquo) atravesando ocho veces la niebla hasta encontrar un castillo construido íntegramente por el estudio con ayuda de algunos marines en un terreno escarpado y descarnado junto al monte Fuji.

Kurosawa había revolucionado la fotografía, el guión y el montaje en Japón. Trabajaba con la cámara a distintas alturas (en Japón era corriente que se mantuviera a una misma altura, normalmente cerca del suelo, donde solía transcurrir la acción), sumó a los argumentos tradicionales (dramas históricos sobre el Japón feudal o “baladas narrativas”, culebrones con drama social) temas y estética del cine negro, del Japón de la posguerra marcado por las bombas de Hiroshima y Nagasaki, y del drama psicológico influido, según cuenta, por Shakespeare, Dostoievsky, Tolstoi y Gorki. En definitiva, dotó al cine nipón de un ritmo trepidante, hasta el punto de que era capaz de comenzar una película in media res y con un disparo, frente al clásico saludo reverencial del correo del señor feudal de turno por el que apostaba la tradición. A lo largo de estas entrevistas, el lector descubre a un director absolutamente implicado con el cine, antifeudal y antimilitarista (de hecho cercano a círculos comunistas) y menos autoritario de como lo describían sus contemporáneos -el propio Hayasaka comprendía sus arrebatos y su equipo de guionistas estaba también de acuerdo con sus métodos de trabajo.

Esa revolución fue posible, en parte, gracias a la ocupación estadounidense: su esplendor, como el de Mizoguchi y Ozu, “ocurrió porque en aquellos tiempos [salvo los años de la guerra -dirá más tarde-, desde 1937 ó 1938 hasta los últimos años de los 50] los estudios dieron rienda suelta a los directores”. Pero antes había tenido ocasión de trabajar en todos los puestos de dentro y fuera del plató de los estudios PLC y Toho.

En efecto, descubrimos también en estas entrevistas que la llegada a la dirección fue accidental y accidentada. Aficionado a la pintura, a Cézanne y el movimiento Shirakaba (que tendía puentes entre Japón y Francia), fue introducido en el cine por su hermano, guionista. El suicidio de éste empujó a Akira a trabajar como asistente de dirección, aunque, como confiesa a Oshima, “no trabajé mucho con cámaras, pero sí lo hice en departamentos de atrezo y vestuario; durante una temporada llevé un martillo colgado del cinturón, y también pasé bastante tiempo en el departamento de revelado […] Cuando grabábamos yo actuaba como jefe de rodaje y tenía que supervisar las cuentas. Hasta que no llegué a conocer todos los aspectos de cómo hacer películas, no me convertí en ayudante de dirección. […] Y Yama-san [Kenjiro Yamamoto, su mentor en los estudios] me dijo que no me convertiría en director a menos que fuera capaz de escribir guiones y editar”. Al mismo tiempo, nunca dejó de pintar, y, ya siendo director, aprovechaba los descansos en el rodaje y las horas de la comida para dibujar y explicar el storyboard a su equipo.

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Dibujo de Kurosawa para Ran: «Campo verde: Hiretora en la caza»

 

El libro hará las delicias de quien busque más anécdotas, así como un repaso completo por la biografía y la filmografía de este genio del cine que fue, como tantos, profeta fuera de su tierra pero no en ella, un artista-artesano que, en palabras de Richie, “hablaba de sus métodos como si fuesen los de un carpintero o un albañil. Era tan anticuado como para creer en la tradicional falta de distinción que sostienen los japoneses entre arte y artesanía”.

http://www.editorialconfluencias.com/akira-kurosawa 

Chema Madoz (del 22 de enero al 14 de marzo)

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«No creo que se considerara un artista. Hablaba de sus métodos como si fuesen los de un carpintero o un albañil. Era tan anticuado como para creer en la tradicional falta de distinción que sostienen los japoneses entre arte y artesanía» (Donald Richie sobre Kurosawa en Conversaciones con Akira Kurosawa, Confluencias, Salamanca 2014)

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Chema Madoz es, antes que fotógrafo, un artesano. Artesano de lo que los objetos (no) son. Madoz nos enseña en cada fotografía las posibilidades no realizadas en este mundo, contenidas en los objetos, de tal manera que accede a resquicios de la realidad que muchas veces ni nos habíamos planteado que podían existir. Aunque de hecho existan (Madoz los ha fotografiado). Una escalera atraviesa un espejo (o sea, que ya estábamos al otro lado), de un dispensador de servilletas se desprenden clásicos de la literatura, una inútil piedra se convierte en una inútil (pero bella) taza de porcelana y la alegoría de la violencia está ya contenida en un puño americano. Hoy, además, una reina de ajedrez se nos aparece como un mecanismo de relojería precisa, un libro muestra una apertura inesperada por donde poder descender a los infiernos de Dante y un bombín magrittiano no llegará jamás a proteger nuestro ccerebro. Madoz nos transporta a un mundo de duerme-vela en el que nos rendimos a la observación. Y es que éste es el secreto de la fotografía (diré más: de todo arte de manifestación visual), obligar al que mira como por despiste a que se detenga a observar.

Cierto personaje de cierta película le preguntaba a otro, en medio de un viaje, cuál era su álbum de cromos favorito de cuando era niño. Después, una vez que le dice cuál era (el de Las minas del Rey Salomón), ambos se ponen a observar el álbum cromo por cromo, regresando a ese estado de hiperconciencia con el que los niños observan (u observamos) algunas imágenes. Hiperconciencia, embriaguez, duerme-vela. Qué ejercicio tan estimulante resulta el de olvidar por completo todo lo demás para perder la cabeza en un solo detalle, ínfimo, un brillo, un reflejo (¡parece que vamos a conseguir ver al fotógrafo con la medio formato en un descuido!). El deseo de escrutar la maquinaria de una pieza de ajedrez a mí me mantuvo absorta el tiempo suficiente como para olvidarme de dónde estaba y cierta copia a gran escala me permitió sentir exactamente el tacto de una alfombra sumergida bajo el agua de una piscina mientras me esforzaba por contar los granos de la película.

«Dime, ¿cuánto tiempo te podías llegar a pasar mirando este cromo?… ¿Te acuerdas?… ¿Y éste?… ¿Y esta orla?… ¿Y esta página?… ¡Años, siglos… Toda una mañana! Imposible saberlo, estabas en plena fuga… éxtasis… colgado en plena pausa… ¡ARREBATADO! ¡MIRA!» (Arrebato, Iván Zulueta, 1979)

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En mi caso, como fotógrafa, a la magia de la idea que propone Madoz se le une la magia de la técnica fotográfica (y aquí recupero la idea de la artesanía). No había estado nunca en una exposición de Chema Madoz, sólo había visto sus fotografías en algún reportaje o en internet, nunca en una copia cuidada para ser expuesta. Incluso en la época de la reproductibilidad técnica, el arte recupera (si no toda, al menos sí algo de) su aura cuando la técnica se cuida tanto como creo que la cuida Madoz. Limpieza en las luces, pero un ligero virado le da la calidez de un marfil suficiente. Negros y grises puros en su escala y sin empastar (¡difícil, muy difícil de hacer bien!). Y, en general, buena elección del tamaño de las copias. Aunque me quedé con ganas de ver a la reina con su mecanismo en un tamaño más grande, y alguna otra cuyo motivo resulta quizá más decorativo que propiamente artístico, más pequeña.

La exposición es una buena exposición: la fotografía de Chema Madoz resulta siempre amable; pero no es una exposición extraordinaria. Si queréis iniciaros en la fotografía de Madoz, yo os recomendaría que esperaseis a una retrospectiva para entrar en su lenguaje. ¡Pero! De las 35 fotografías hay un tres o cuatro excelentes. Y por ellas merece la pena ir a la expo a perder la cabeza.

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Gracias a Arantxa Romero por su trabajo, que se publicará en breve, sobre la relación poética entre la fotografía de Chema Madoz y Manuel Vilariño, dos imprescindibles del panorama fotográfico (¡en analógico!) español.

La exposición de Chema Madoz estará en la Galería Elvira González (C/ General Castaños, 3) hasta el 14 de marzo de 2015.

http://www.galeriaelviragonzalez.com/

CIUTAT MORTA (2014), DE XAVIER ARTIGAS Y XAPO ORTEGA

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Estamos ante un documental al que era casi imposible no acudir estos días, impulsados bien por la necesidad de una información imparcial, veraz y sensible al estado de derecho y los derechos humanos, bien por el revuelo mediático provocado -desde hace más de un año- primero por su proyección en el Festival de San Sebastián y su merecimiento del premio al mejor documental en el Festival de Málaga, y finalmente por su proyección en el segundo canal de TV3 en Cataluña y su difusión en redes sociales. De entrada, sin duda sorprende la apuesta de la productora -Metromuster- por un acontecimiento que lleva todas las de perder rescatado de forma aislada en la larga sucesión de violaciones de los derechos humanos por las que los últimos gobiernos -general y autonómicos- en España han sido amonestados desde la ONU, Amnistía internacional y otros organismos no gubernamentales. En este como en otros casos de la historia reciente española, podría decirse con Benjamin, que si el ángel de la historia volviera la cabeza sólo encontraría ruinas. Lo que sorprende, como digo, de Xavier Artigas y Xapo Ortega es su militancia: su mirada no se resigna a ver lo putrefacto del sistema, quiere ir más allá y restablecer la balanza de la justicia -y, si las autoridades judiciales no se (con)movieran, buscar incluso la venganza.

Se trata de vengar a Patricia Heras, una joven que decidió quitarse la vida después de verse involucrada, estrambóticamente, en un montaje policial contra Rodrigo Lanza, Juan Pintos y Álex Cisternas, tres jóvenes sudamericanos que fueron detenidos por lanzar piedras contra un agente de la guardia urbana que quedó vegetal debido al impacto. El término preciso es, efectivamente, el de montaje, ya que el objeto, según los peritos, cayó desde un edificio okupado que la Guardia Urbana intentaba desalojar -sin tomar las medidas de seguridad personales adecuadas- y no desde la calle donde se encontraban los detenidos; por otra parte, fueron los tres jóvenes sudamericanos con nacionalidad española, que permanecieron en prisión preventiva el máximo tiempo permitido a lo que sumaron la condena en firme por el Tribunal Supremo, los únicos cuya acusación se mantuvo hasta el final, mientras otros detenidos, de nacionalidad española pero sin origen americano, sí pudieron salir. Tras recibir una paliza en comisaría a manos de agentes con un dilatado historial de torturas, los jóvenes coinciden en el hospital con Patricia, herida tras una caída en bicicleta, a quien un agente requisa el móvil y, a partir de un SMS, detiene junto a otro amigo. Y es preciso también porque Artigas y Ortega lo contrarrestan con el montaje particular del cine: imágenes de archivo intercaladas con entrevistas con los implicados en el caso, tanto directos como indirectos, con lamentables apariciones en la televisión del alcalde de Barcelona y más lamentables aún actuaciones policiales en diferentes manifestaciones. Frente a esto, testimonios de periodistas, amigos de Patricia y familiares de los detenidos que refuerzan sus testimonios y ponen de manifiesto las incoherencias y corruptelas policiales y políticas que desembocaron en el caso 4-F.

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Artigas y Ortega consiguen retratar la ausencia de Patricia de la manera más pulcra y directa posible: planos sostenidos sobre rincones vacíos en Barcelona, rincones fríos, aliados de una geometría con alma de cárcel -por encima, el ahogamiento de la propia Patricia, que escribe ya condenada. Si el documental tiene un enfoque de clara denuncia política, el desasosiego que genera en el espectador -todo el que quiera, ya que la película circula a estas horas por todas las redes sociales y de intercambio de vídeos- es también un desasosiego político, que puede desembocar en una rabia incontenida y violenta o, en el mejor de los casos, en la lucha jurídica y de ideas contra las fallas del sistema. Este sistema se blinda con cascos, porras y palizas, se protege mediante un proceso judicial -paradójicamente- injusto, parcial y con una actuación policial delictiva como mínimo, que insulta no solo la integridad de los detenidos sino la inteligencia de todos a los que este caso nos ha estallado en la cara en tiempos revueltos. Un documental duro y necesario a la altura -esta vez sí- de nuestra inteligencia, que mezcla planos sobrios en las entrevistas y exteriores inquietantes, desde la cárcel hasta aquellos rincones vacíos en una ciudad muerta, y consigue coherencia entre el activismo político y el rigor del documento periodístico -y sin la «fantasía» que le atribuyeron burdamente los Mossos el día de la proyección en la televisión catalana.

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Magical Girl

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Magical Girl es el segundo largometraje de Carlos Vermut, que se estrena en la gran pantalla pisando fuerte. Es una película compleja, con un guión complejo y cuidada hasta en los más mínimos detalles (quizás más de lo que el propio director es consciente). La marca del director está en todas partes, y eso tiene cosas buenas y cosas malas. Mi padre, que era montador de cine, arrimando el ascua a su sardina (¡por qué no!), decía que el director no debe estar nunca en la sala de montaje, o, al menos, que no debe tomar las decisiones de qué se debe dejar y qué se debe cortar, pues el director está, como quien dice, “enamorado de sus planos” y no sabrá dónde cortar porque todo le parecerá bien. Pues bien, me da la sensación de que Carlos Vermut ha estado presente en la sala de edición quizás más de lo que debería y la película se le va un poco de hora. No hace falta que se pase de las dos horas: algún fundido a negro más corto, algún silencio menos, algún plano sostenido de una mirada más corto, y el film habría mantenido el ritmo lento y frío que nos quiere transmitir, pero de una forma un poco más dinámica.

La otra cosa mala que tiene el que se note el sello del director en cada uno de los elementos de la cinta es que si no te gusta o no te interesa lo que el director te transmite, entonces tendrás que dejar de verla, porque no vas a conseguir rescatar ningún elemento que te merezca la pena. Pero el carácter tan fuerte de un director también puede tener algo positivo. La parte buena que tiene esta omnipresencia del director es que si entras en su lenguaje, incluso aunque salgas de la sala con la sensación de no saber si has acabado de entender la trama (como es mi caso), al menos sí sales con la sensación de que ha merecido la pena y de que tendrás que seguir dándole vueltas y volver a verla seguramente más adelante.

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Después de darle muchas vueltas, he llegado a la conclusión de que la película gira en torno a una frase, o más bien un pequeño monólogo, de uno de los personajes hacia la mitad del film en el que describe de manera sublime el carácter de los españoles. Los españoles somos una rara avis a medio camino entre el carácter cerebral, típico del norte, y el carácter salvaje, festivo, dionisíaco, típico del sur, de los latinos, que se dejan llevar por lo instintivo sin mayores remordimientos. Los españoles padecemos una lucha interior bastante compleja entre cerebro y corazón, entre razón y fe, si se quiere, que nos devuelve un carácter extraño, con gran sentido del humor y al mismo tiempo tendente a la depresión por hipercrítico. Es como si hubiéramos comenzado a despertar hacia lo cerebral-ilustrado, pero al mismo tiempo nos negáramos a dejarnos llevar totalmente por ese carácter.

Al fin y al cabo, nosotros tenemos sol.

Somos poco soberbios (es difícil que Europa llegue alguna vez a estar regida por leyes que salgan de España) y al mismo tiempo somos chulos. De un modo análogo, Magical Girl es también una gran paradoja, a la par limpia, cerebral y perversa, salvaje. ¿O era más bien “a la par limpia, salvaje y perversa, cerebral”? ¿Quién es quién?

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Alicia (Lucía Pollán) es Alicia, como la querida Alicia, de unos doce años, de Lewis Carroll; Bárbara (Bárbara Lennie) honra su nombre, aunque sea por casualidad. Bárbara es un cáncer que genera destrucción y dolor a su alrededor. Alicia, Yukiko, que, al igual que Bárbara, es mágica, es un cáncer también. Alicia está a punto de morir por su corrupción física y Bárbara está también en el límite de la muerte por su corrupción mental. Bárbara es guapa y Alicia está destrozada. Magical Girl.

Y, sin embargo, todos los personajes son un poco así, a la par sanos y corruptos: Alfredo, el marido de Bárbara (Israel Elejalde); Luis (Luis Bermejo); Damián (José Sacristán); Ada la amiga de Bárbara (Elisabet Gelabert). El mayor mal aparece a veces como la mayor cordura, la salud se confunde con la enfermedad. ¿No habrían sido acaso, en el límite, siempre indistinguibles? ¡Qué mayor paradoja que el verse arrastrado a la muerte por un exceso de vida, por un exceso de células sin fecha de caducidad! ¿Qué mayor paradoja que verse arrastrado a la muerte por un exceso de amor? Amor truncado (o no). Magical Girl.

Carlos Vermut ha presentado una manera muy especial de hacer cine dentro del panorama español que merece una mención especial. No sé en qué dinámica seguirá más adelante ni qué tipo de guiones dirigirá, pero con Magical Girl podemos reconocer un sello muy interesante. Hay cierta entrevista de François Truffaut a Alfred Hitchcock en la que ambos coinciden en que no se puede matar a un niño en pantalla: es un abuso de poder cinematográfico. Pues bien, ahora mismo sólo encuentro dos directores de cine que lo hayan hecho (al menos que lo hayan hecho con la perversión de la que hablan Truffaut y Hitchcock), y son Michael Haneke y Carlos Vermut. En ese sello tan personal de Vermut se reconoce cierta manera de narrar completamente semejante a la de un Haneke o un Von Trier. Es esa manera fría de dirigir en la que es imposible acabar de entrar en la historia con los personajes, compadecerlos en el sentido más original del término de padecer con ellos; y al mismo tiempo el director es capaz de hacernos cómplices de la perversión de la historia. Porque la perversión es perversión siempre de la historia, no de los personajes. Podríamos decir con Schopenhauer que nadie puede ser perverso, sólo la voluntad puede serlo. Y Magical Girl es perversa e inquietante, como la puerta con el lagarto negro.


Enhorabuena al director y a los actores. Desde Kinosein queremos seguir viendo crecer a Carlos Vermut, Bárbara Lennie (nuestra favorita de la cinta) y Luis Bermejo. Y a Lucía Pollán, por supuesto. José Sacristán creció lo que tenía que crecer y aprendió a no dejarse caer, enhorabuena también por eso.

Bárbara Lennie acaba de ganar el Premio a Mejor Actriz en los Premios José María Forqué y acaba de ser nominada a los Goya en dos categorías: Mejor Actriz Principal por Magical Girl y Mejor Actriz Secundaria por El niño.

Luis Bermejo acaba de ser nominado a los Goya como Mejor Actor Principal.

Carlos Vermut ganó el Premio al Mejor Director en el Festival de Cine de San Sebastián y acaba de ser nominado a los Goya como Mejor Director.

Magical Girl ganó la Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián; además acaba de ser nominada a los Goya con 7 nominaciones, entre ellas la de Mejor Película.

Metamorfosis. Visiones fantásticas de Starewitch, Svankmajer y los hermanos Quay

Desde el 2 de octubre de 2014 y hasta el próximo 11 de enero ha podido y puede disfrutarse en Madrid, en La casa encendida, de esta exposición comisariada por Carolina López Caballero -con dirección del proyecto de Rosa Ferré y asesoramiento de Andrés Hispano. No se trata de una exposición cualquiera dentro del mundo del cine, y es que en el séptimo arte hay pocos artesanos, pocos visionarios que se hayan atrevido a realizarlo todo en sus películas; a lo máximo que estamos acostumbrados es a directores que producen sus propias películas, que escriben sus propios guiones, que son capaces incluso de dirigirse y hacerlo bien, y a veces, de forma puntual, seleccionan la música ellos mismos o colaboran en el montaje. Que alguien sea capaz de hacerlo todo a la vez es la excepción que confirma la regla, y esta exposición se encarga de recordar que las excepciones existen.

Y lo hace no sólo porque Starewitch, Svankmajer y los hermanos Quay sean excepcionales, en el sentido laudatorio del término, sino porque su cine retrata básicamente seres fantásticos, alucinados y alucinantes, que nos transforman con sus propias transformaciones, es un cine que no esconde sus articulaciones, ni su artificio, ni los hilos que lo manejan, y al mismo tiempo convierte al espectador en títere y titiritero. En tres espacios distintos -uno dedicado al pionero del cine polaco Ladislas Starewitch, otro a los hermanos Quay, británicos de origen estadounidense, y un tercero al genio checo Jan Švankmajer- entramos en diálogo con las creaciones de estos artistas, tanto con sus películas como con las marionetas, muñecos, diseños y escenarios que protagonizan realmente los rodajes. Peculiarmente emocionante resulta encontrar los diminutos muñecos de Starewitch, dedicado con fervor a la adaptación de cuentos tradicionales en su taller de las afueras de París (recibió ofertas de Hollywood, que rechazó, y permaneció en la capital francesa hasta su muerte en el olvido en los años sesenta), conocer su pasión por los insectos y su tesón (una jornada de trabajo servía para aproximadamente rodar seis segundos de metraje) a hora de animar lo inanimado -no meramente haciendo que los muñecos se muevan, sino dotándolos de vida. Destacan en sus películas “La cigarra y la hormiga” (1927), “Le Mariage de Babylas” (1921), la obra maestra “Le Roman de Renard” (1930), “Fétiche” (1933), que llamó la atención de la industria estadounidense, y “Fleur de fougère” (1949). De todas ellas se muestran las fuentes de inspiración: la entomología sobre todo en “La cigarra y la hormiga”, los cuentos tradicionales en “Le Roman de Renard” y los juguetes y el imaginario infantiles en “Fétiche” y “Le Mariage de Babylas”. Hay, a su vez, un intercambio de escenarios, personajes, situaciones y motivos con vanguardias contemporáneas como el surrealismo, precursores como James Ensor o J.J. Grandville, que ayudará al espectador a entender el tratamiento de la tradición oral en estos primeros cortos mudos con efectos sonoros.

Los hermanos Quay reciben, por el contrario, una influencia de los cuentos mucho más diluida. La animación abandona con ellos el territorio de la infancia, se vuelve un espectáculo adulto. En Starewitch hay espacio para la pesadilla, para la brutalidad de los reinos vegetal y animal “humanizados” y una humanidad “animalizada”, para el territorio prohibido del bosque, un terreno donde todo es posible, en el sentido en que se subvierten todas las leyes de la naturaleza misma. Pero en los Quay los materiales no son ni siquiera naturales. Lo que la exposición plantea en su recorrido por su filmografía (la inquietante “Street of Crocrodiles”, de 1986, “The Cabinet of Jan Svankmajer”, 1984, un homenaje al Svankmajer más cercano a Arcimboldo, a los juegos visuales y las metamorfosis de los objetos, “The Metamorphosis”, de reciente estreno, que recupera una visión surrealista de Kafka, cercana al universo de Tim Burton sin perder los referentes propios) es el progresivo descenso a los infiernos del cine, en paralelo a la sociedad y la conciencia europea. Esta trayectoria se explica, en parte, por la atención que prestan al arte centroeuropeo del siglo XX, que va de Kafka a Svankmajer, el arte pop, al arte polaco de los años sesenta y setenta, y los claroscuros, paisajes industriales que reflejan ese “sueño de la razón” del que hablaba Goya y que sugiere al ojo todo lo que haya de infernal en el Barroco (la muestra se completa con cuadros barrocos, así como esculturas y exvotos para uso médico del siglo XIX que ofrecen la visión desgarrada del positivismo sobre el cuerpo en ese siglo).

Aunque necesite menos presentación, Jan Svankmajer, por su parte, abandona -bien es cierto que cuando le apetece- ese clima industrial, decadente, para lograr una combinación genial, que no renuncia a la naturaleza, a los pioneros del cine como Starewitch, como muestra en diversos trabajos basados en combinar esqueletos de animales, moluscos, animales propiamente, y materiales ad hoc que generan inquietud y curiosidad. Ningún niño se asusta ante dichos artefactos, de hecho se asustará más el público adulto, que no logrará ver la lógica en esas combinaciones. Pero los espíritus bajo las máquinas de Svankmajer están bien entrenados: reciben su lógica de “Alicia en el País de las Maravillas” de Carroll, del surrealismo y del psicoanálisis freudiano, y de una libertad creadora que pasa por dejar hablar a los objetos antes que por imponerles una normatividad ajena. La memoria del objeto, tal y como aparece en los sueños, con sus infinitas combinaciones, le lleva a transformar el propio cuerpo en campo de acción y envolverse a sí mismo -como se envuelve el espectador que visite esa última sala, la más profunda del edificio de La casa encendida- en una atmósfera reveladora, como un gabinete de curiosidades (en la exposición Svankmajer muestra su propio gabinete, de donde extrae su inspiración, su memoria) que abarca todo lo abarcable, como si el arte fuera el reciclaje permanente de todo lo que no es el yo, lo que lo nutre y amenaza, lo que le da vida y lo destruye.

HERMOSA JUVENTUD (2014), DE JAIME ROSALES

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 Jaime Rosales propone en “Hermosa juventud” un retrato de la España actual, un repaso por la situación económica y social desde el punto de vista de una pareja joven de clase trabajadora, sin estudios, expectativas laborales ni inquietudes vitales. El encuentro de Rosales con estos ni-nis obliga a un cambio de planteamiento: si en otras películas los silencios, el silencio, era protagonista, y Rosales dejaba que las imágenes y el sonido ambiente inundaran la escena, casi como un guión natural, una base no escrita que bloquea las voces, en esta ocasión se vuelve imposible. La fotografía es aún fría, juega con tonos blancos, con las paredes, con los espacios abiertos del barrio, el amanecer entre los andamios de los edificios y el color de las furgonetas, pero también, de nuevo, la constante de la soledad, la sordidez del universo de la pornografía, detonante del drama y que reaparecerá al final del relato, no se sabe si como salvación o como espiral de miseria.

 Carlos (Carlos Rodríguez) -un joven obrero poco cualificado, que, a la vez que cuida de su madre dependiente, trabaja en la construcción y cuyo mayor sueño es tener una furgoneta propia con la que, junto con un amigo, iniciar su propio negocio de mudanzas, y Natalia (Ingrid García Jonsson), que pasa los días en la casa materna ayudando en las tareas a su madre o matando el tiempo, los protagonistas, deciden rodar una película porno amateur que les dé algún dinero y les saque de la rutina. Las dificultades aumentan cuando, poco después, Natalia descubre que está embarazada. Las discusiones entre ellos se hacen más frecuentes, Natalia asume la responsabilidad del cuidado del bebé y Carlos, aunque empeñado en algunos de sus sueños, comienza a darse cuenta también de lo que supone: estar cansado y no poder dormir, desesperarse ante los llantos desconsolados. En esta situación, las abuelas tampoco pueden hacerse cargo y Natalia tomará una decisión drástica.

 En una situación de desesperanza, lo típico en una superproducción de Hollywood habría sido hacer del embarazo -en principio no deseado- el núcleo de la tragedia o convertir a Carlos y Natalia en dos héroes que consiguen, a base de esfuerzo y sacrificio, integrarse en una clase media que hoy ha dejado de ser la norma para pasar a ser la excepción. El «sueño americano» ha tenido en España -y el irónico título «Hermosa juventud» lo muestra claramente- su reverso tenebroso: andamios vacíos en el extrarradio, condiciones laborales más cerca de la esclavitud que de los mínimos exigidos en aquellas lejanas décadas del siglo XIX por lo movimientos obreros. La desesperanza de Carlos y Natalia no es ciencia ficción, es realismo en el sentido más crudo de la palabra. Una espiral que nuestro país parece no acabar de resolver: familias de emigrantes interiores que acaban en el extranjero, trabajo poco cualificado que no sirve para que los más jóvenes de la familia estudien, sino que acaban fuera -de nuevo- del sistema. La respuesta en el cine de Rosales es siempre violenta: que las fotografías de Whatsapp y las conversaciones por Skype no nos engañen, no estamos ante una comedia -en todo caso, ante una comedia negra. El paso del tiempo no suaviza los problemas, sólo los aleja -geográficamente, también en la mente- y los transforma. En ese sentido Rosales se sitúa en una vanguardia europea difícilmente clasificable que denuncia sin hacer cine social(ista), que propone investigar en la subjetividad sin renunciar a un planteamiento estético en el que prima la forma -la fotografía, el sonido, como dije.

 La película presenta, no obstante, algunos fallos en cuanto al guión se refiere, deja líneas en la superficie y otras, en las que profundiza bastante (así las peleas entre Carlos y su agresor), quedan sin resolver. No parece que Rosales haya dejado estos cabos sueltos a propósito, por lo que, dado que la película se hace larga por momentos, quizá sería conveniente cortar sin más los cabos y dejar al espectador que centre su atención en ese otro conflicto, menos explícito que una pelea callejera, que tiene lugar en la mirada de los protagonistas, en su soledad y en su desamparo.

 Si el espectador espera encontrar al Jaime Rosales de «Las horas del día» (2003) o «La soledad» (2007) se equivoca de peícula, más allá de que el director haya evolucionado respecto a esos años. Si, en cambio, espera encontrar un acertado replanteamiento de su cine, una traducción de sus términos a la problemática social más actual, la película no le va a defraudar en cuanto a la estética se refiere, las interpretaciones y el humor -negro- que enmarca el guión, un guión que, quizá, es el punto más débil de la película.

Federico Ocaña

Die Frau is(s)t eine Frau

Queridos amigos, En esta ocasión tengo el placer de presentaros el cortometraje que he tenido el placer de codirigir este pasado mes de agosto junto a un equipo fantástico (Natália Xavier, Ewa Glowacka, Magda Markowska Rijal Samka, Raphael Gärtner, Magda Kopiec y una servidora, Irene Tourné) dentro del curso de cine y cultura cinematográfica alemana de la Universidad de Bayreuth 2014, «Filmkultur in Deutschland», en colaboración con el IIK-Bayreuth (Instituto para la Comunicación Internacional y el Intercambio Cultural). Sé que el corto no es fácil de digerir, pero quizá precisamente por eso pueda reposar un poco más y haceros pensar en una forma particular de amar a la que no estamos acostumbrados. Para aquellos/as que no sepan alemán añadiré que no tienen de qué preocuparse, ya que el corto no tiene diálogo; tan sólo puedo apuntarles que el presente de los verbos «ser» y «comer» tienen, en alemán, bastante semejanza… ¡Buen provecho! [Agradezco especialmente a Dennis Siebold, nuestro profe, y a Una Power y Alina Druzhkowa, nuestras actrices, su excelente trabajo y su gran paciencia]


Liebe Freunde/Innen, stelle ich euch dieses Mal den Kurzfilm, den ich glücklicherweise mit einem wunderbaren Team (Natália Xavier, Ewa Glowacka, Magda Markowska Rijal Samka, Raphael Gärtner, Magda Kopiec und ich selbst, Irene Tourné) gedreht habe, vor. Der Film ist im Zusammenhang mit dem Kurs «Filmkultur in Deutschland» der Sommeruni Bayreuth 2014 (in Zusammenarbeit mit dem IIK-Bayreuth) gemacht worden. Dass der Film nicht einfach ist, zu verdauen, weiss ich schon. Aber vielleicht helfen diese Verdauenschwierigkeiten darum, ein bisschen mehr Zeit zu haben, um über eine besondere Liebesweise zu denken… Guten Appetit! [Ich möchte mich besonders bei Dennis Siebold, unser Lehrer, und bei Una Power und Alina Druzhkowa, unsere Schausspielerinnen, für ihre ausgezeichnete Arbeit und ihre Geduld bedanken (: ]


Dear Friends, Today I will introduce you a short film, that I have made with a great team (Natália Xavier, Ewa Glowacka, Magda Markowska Rijal Samka, Raphael Gärtner, Magda Kopiec and I, Irene Tourné) in the context of a Filmcourse, «Filmkultur in Deutschland», at the Summer University of Bayreuth 2014 (in collaboration with the IIK-Bayreuth). The film ist not appropriate for delicate stomachs, but I think that the time you will need to digest it, will help you as well to understand another way of love. For those who doesn’t speak german, I will just say that you won’t need it, because the film has no talk; the only thing which can be useful it’s to know, that the tense Present of the verbs «to be» and «to eat», in german, are very similar… Enjoy your meal! [Specials thanks to Dennis Siebold, our teacher, Una Power and Alina Druzhkowa, our actresses: they have worked a lot and had a big patience with us]


Chers amis, aujourd’hui je veux vous présenter un court-métrage que j’ai enregistré avec une merveilleuse équipe (Natália Xavier, Ewa Glowacka, Magda Markowska Rijal Samka, Raphael Gärtner, Magda Kopiec et moi même, Irene Tourné), dans le contexte d’un cours de cinéma, «Filmkultur in Deutschland», dans la Université d’Été à Bayreuth 2014 (avec la collaboration du IIK-Bayreuth). Je sais que ce court-métrage n’est apte pas pour fins estomacs. Mais j’espère que le temps de que vous aurez besoin pour le digérer, vous aide à la compréhension d’une nouvelle manière de concevoir l’amour. Si est-ce qu’il y a quelqu’un/une que ne parle pas allemand, il/elle ne doit pas s’inquiéter, puisque le film n’a pas aucun dialogue. Seulement je pourrais leur éclaircir que le temps présent des verbes «être» et «manger» sont, en allemand, très pareils… Bon appétit! [Merci spécialement à Dennis Siebold, notre professeur, et à Una Power et Alina Druzhkowa, notres actrices, pour leur travaille: ils ont travaillé beaucoup et ils ont eu une grande patience avec nous]

GINEBRA EN LOS INFIERNOS (1969), DE JAIME CHÁVARRI

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Jaime Chávarri ha mostrado en otras ocasiones («El desencanto», «A un dios desconocido») que puede, quizá a su pesar, llegar a ser un director de culto. Menos brillantes que los anteriores títulos y por supuesto menos célebres que «Las bicicletas son para el verano», los primeros largometrajes tienen, sin embargo, un encanto especial. Algo recorre «Run, Blancanieves, run» (1967) y «Ginebra en los infiernos», del mismo modo como recorre «Último grito», un programa que intentaba romper el hielo cultural del particular telón español, que permanece aún echado en muchos sentidos, como en «Un, dos, tres, al escondite inglés» de Iván Zulueta, que tiene en Run, Blancanieves un papel menor pero en Ginebra es uno de los tres protagonistas. El nexo es, efectivamente, una joie de vivre vinculada a la cultura pop, a una pasión ilimitada por el cine, que se presenta como flotador y vía de escape para toda una generación.

Chávarri canaliza esa pasión a través del súper 8 y consigue un efecto sorprendente, incluso para él: la película gana en interés a medida que pierde calidad. El mito de Ginebra se presenta aquí adaptado: Lanzarote y Arturo (Toby, un boxeador atormentado interpretado por Antonio Gasset, e Iván, Iván Zulueta, director de cine) se disputan a Ginebra (Mercedes Juste), una ingenua farmacéutica recién licenciada que encuentra a Iván sentado en la parte trasera de su coche y se muda a vivir a la casa del director de cine, que comparte piso con Toby, que entrena constantemente sin la intención real de boxear.

El perfil de Toby es quizá la parte mejor desarrollada del guión, donde se entremezclan thriller psicológico, drama y ciencia ficción. Debido a un trauma de infancia Toby es incapaz de pelear; se siente perseguido como a través de un bosque por un hombre de aspecto siniestro y, a pesar de que está enamorado de Ginebra, tampoco consigue conquistarla del todo. Finalmente, tras un rocambolesco secuestro, durante el cual Ginebra pierde la memoria y, como en «El gabinete del doctor Caligari», tratan de hacerle creer que todo lo vivido ha sido -de nuevo- un sueño (muy similar por momentos al sueño de Toby), Ginebra vuelve con Iván, aunque decide a la vez ayudar a otros boxeadores frustrados.

El argumento es enrevesado de por sí, pero un sonido deficiente, una fotografía oscura y un uso de los flashbacks a veces incomprensible lo hacen aún más difícil de seguir. Sin embargo, lo que cuenta no es una historia, se trata del cine, de cómo se puede jugar con la cámara, con el argumento y con las imágenes. Si pensamos en términos actuales la película, lo que encontramos nos sorprende por su frescura: cómo, con pocos medios, se puede conseguir, tras un trabajo parcelado en el tiempo libre a lo largo de meses, un film más o menos coherente y, sobre todo, entretenido. Chávarri se ha disculpado en más de una proyección por la calidad de imagen y sonido, pero realmente da igual: el objetivo -y esto también lo ha reconocido- era disfrutar haciendo películas, delante y detrás de la pantalla, probar sencillamente nuevos giros argumentales (tríos o triángulos sentimentales, vidas inauditas), dejarse vampirizar por el séptimo arte.

Lotte Eisner hablaba de la pantalla “demoníaca” y Zulueta aportaría con «Arrebato» un giro esencial para los amantes, quiero decir, los apasionados, de este arte, pero en estos simpáticos ejercicios de estilo de Chávarri vislumbramos ya algo de ese camino. En primer lugar, el disfrute y la pasión se transmiten independientemente de la época de la pantalla al espectador. Y si Ginebra en los infiernos lo consigue no es sólo por su corta duración, ni porque España no haya cambiado fundamentalmente desde los años sesenta, sino porque pertenece a ese grupo de películas que, sin ser obras maestras, tocan aquí y allá la sensibilidad del espectador gracias a esa transmisión subliminal del placer. En segundo lugar, Ginebra en los infiernos es, como dije, ya una película de culto, una parte del archivo que las filmotecas no pueden olvidar: sirve para entender a Chávarri, pero también a Zulueta, la cultura pop española de los sesenta, etc. Para ellos no se trataba de ofrecer modelos políticos desde el cine con los que combatir la política -para eso ya estaban los cantautores- sino de combatir anti-políticamente por la libertad artística, que es sobre todo individual, pero puede tener también una traslación política.

La relación es, obviamente, problemática, pero durante la hora que dura el metraje el espectador realmente olvida sus problemas, como digo, no le importa ya si el triángulo amoroso transcurre en Madrid en los años sesenta o en cualquier otra parte, ni si se hace referencia a tal o cual película, ni a qué banda sonora pertenecen las canciones. Se deja simplemente envolver en el misterio que rodea a Toby, Iván y Ginebra.

Una conciencia no es suficiente; una hiperconciencia, menos aún

Her

 Eso de que “lo que importa es el interior de las personas” adquiere un matiz especial con el planteamiento de her. Incluso al más solitario de los hombres le hace falta que su novia tenga un cuerpo, un cuello que besar, unos senos que acariciar.

 Quizás lo más pobre, en mi opinión, de la película, es el hecho de que el problema se haya centrado en la parte sexual, la cual sin duda está tratada de forma interesante de todas formas, y en cualquier caso no pretendo decir con esto que no sea una parte importante en la relación de una pareja, incluso la más importante, pero no es la única.

 ¿Por qué podría surgir algún tipo de relación humana, amorosa o amistosa, con un sistema operativo? En definitiva, ¿a qué tendemos a referirnos cuando hablamos de la creación de robots superinteligentes? Cuando Theodore, el personaje de Joaquin Phoenix, instala su nuevo sistema operativo (O. S.), después de haber elegido que tuviera voz de mujer y después de saber que se llama Samantha, lo primero que hace es cuestionarlo, ponerlo en duda, preguntarle “¿Cómo lo haces?”, “¿Cómo lo sabes?”. De hecho, un sistema operativo, en principio, está diseñado para funcionar hacia afuera, para responder a preguntas y exigencias, pero su función no es preguntar, ni preguntarse o responderse a sí mismo; eso puede hacerlo un ser humano, una conciencia humana, debido a cómo se ha desarrollado nuestra inteligencia. Pero una máquina no está destinada a la reflexión, sino que se limita a operar, como decía, unidireccionalmente: Yo (pregunta) –> O. S. (respuesta) –> Yo

 Pero podría suceder que la gran innovación en el mundo de los sistemas operativos viniera por la parte de que la respuesta vuelva al O. S. de tal manera que pase de ser una superinteligencia, un superordenador, a ser una conciencia bidireccional. Cuando hablo de “bidireccional” me refiero, no a que el sistema operativo pueda producir y recibir señales, lo cual puede hacer el más simple de los ordenadores ya hoy en día, sino a que la señal que él mismo emita, le sea devuelta como reflejada en un espejo y que sea capaz de reconocerla como suya. Sólo si está presente este juego bidireccional puede haber algún tipo de relación de igual a igual, o sea, de conciencia a conciencia. Y, por tanto, sólo si el sistema operativo ha comenzado a ser no sólo eso (un sistema operativo), sino un sistema reflexivo, puede surgir algún tipo de relación inter-personal, entre conciencias, humano-O. S. amistosa o amorosa.

 Nadie negaría que un ordenador, o mejor como venimos diciendo, un sistema operativo es, al menos en algún aspecto, más inteligente que un animal. Ahora bien, hay cierta inteligencia, cierta manera de interactuar con el mundo que cumple sin duda mejor el animal que el O. S.; cierta manera de estar en el mundo que tiene que ver con la supervivencia, con el buscar el hueco que a uno le permita sobrevivir y que, antes o después, le haga exclamar “¡Maldita sea! Si no corro, me destruyen”. Tiene que ver ya no sólo con la supervivencia, sino con la vida misma, con el cuerpo ni más ni menos. Por eso los Nexus 6 de Blade Runner son humanoides, porque tienen un cuerpo, tienen necesidades vitales incluso aunque no tengan recuerdos, comen, duermen y sienten miedo. El miedo es una de las claves para entender de qué manera puede comenzar a desarrollarse la consciencia de uno mismo.

 Vivir en sentido pleno tiene que ver con algo así como ser consciente de la propia muerte, tiene que ver con una mortalidad también en sentido pleno, esto es, precisamente con el ser consciente, ya no de que uno tarde o temprano va a morir -quizá eso para un animal es pedir mucho-, sino tan sólo de que uno “puede” morir y, así, con esa exclamación que decía antes de ”si no corro me destruyen”, que de algún modo es ya una proto-reflexión. En definitiva, vivir sólo tiene que ver con morir. Y el momento consciente solamente puede brotar en un ser que en algún momento tema por su vida, es decir, en un ser que haga de su vida ni más ni menos que una supervivencia. Vuelvo a referirme aquí a la que creo que es la mejor película de ciencia ficción, Blade Runner, pues si hay algo que vertebra el guión de la película es precisamente la cuestión del miedo por la propia supervivencia. ¿Quién resulta más humano en el clásico de Ridley Scott, los Nexus o los propios humanos? Quienes luchan por su vida.

 Esta manera corpórea de estar en el mundo propia de un ser humano –demasiado humano– trae consigo también otro tipo de limitaciones que tienen que ver, por ejemplo, con la cantidad de conocimiento que podemos acumular, en la medida en que necesitamos un tiempo y un espacio para leer. Por muy superior que pueda ser nuestra capacidad intelectual, es limitada y está limitada entre otras cosas por esta condición espacio-temporal que incumbe a nuestro cuerpo. ¡Leemos a través de unos ojos y escuchamos a través de unos oídos! Somos seres sensibles, corpóreos, como acabo de decir. Y me parece que esto tiene una relación inmediata e inevitable con la cuestión sexual. Tenemos un cuerpo y, en el mejor de los casos, un órgano sexual y si para el sexo comprendemos que cierta intimidad es necesaria (incluso en los casos de mayor promiscuidad: en la mayor de las orgías habría mayor intimidad que la que hay en el instante en que varios dispositivos se ponen en conexión a través de internet, a los que podrían seguir sumándose y sumándose dispositivos –hasta cinco mil[1]-), el sexo tal y como podría desarrollarlo un sistema operativo tiene poco que ver con cómo lo desarrollamos desde la condición humana; sería un sexo sin órganos donde poder sentir el placer de una caricia, y sin la necesidad de contar con un tiempo para llegar a la excitación y otro después también necesario para recuperar la energía.

 Por eso, en mi opinión, el problema más esencial, radical, ontológico (llamadlo X) de Samantha es el hecho de que no necesite que su soporte material sobreviva para que sobreviva “ella”, su “ser esencial”, su conciencia en fin -esa res cogitans cuya supremacía ha sido tan reivindicada-. O, en todo caso, si me equivoco y sí necesita vitalmente un soporte material, es decir, el mismo soporte material para que la conciencia misma no cambie, análogamente a como una conciencia humana no sobreviviría igual a sí misma en otro cuerpo, la propia Samantha no lo sabe, y por lo tanto no es consciente en el sentido más pleno de la palabra. Puede ser, como digo, que Samantha necesite un “cuerpo” para sobrevivir, para vivir bajo las mismas condiciones en que vive, o sobrevive, Theodore; pero o bien porque no sabe que lo necesita, o bien porque no lo necesita en absoluto -en este sentido la película no se posiciona-, Samantha no está situada al mismo nivel de consciencia que lo pueda estar un humano, incluso aunque sea una hiperconciencia en otro sentido. Y creo que esta es la razón fundamental por la que Theodore no puede, ni podría desarrollar una relación de igual a igual con Samantha –ni ella con él-.

[1] Cinco mil es el límite de amigos que admite Facebook, los cuales serían pocos para la capacidad casi inagotable de devorar relaciones de un súper-sistema operativo como Samantha.

La muerte cansada. En recuerdo de Jos Sagüés

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En 1921 Fritz Lang realizó una de las mejores películas del cine mudo, en mi opinión también una de las mejores de la historia del cine. El título español, como en tantas ocasiones, desmerece el original: “Der müde Tod”, es decir, “La muerte cansada”, pasa a ser en nuestro idioma “Las tres luces”. Como Wolf Biermann, Walter Benjamin, Una princesa en Berlín de Arthur Solmssen o Friedrich Nietzsche, como las “dos almas” que imperaban dialécticamente en el pecho del Fausto de Goethe, el Manifiesto Comunista de Karl Marx y el “Himno a la alegría” de Schiller, como Brecht, Schmidt-Rottluff, Paul Dessau, Peter Weiss y la “Todesfugue” de Paul Celan, como todos estos personajes y obras, la película de Lang apareció, como aparecen los terremotos o los golpes de viento, en alguna de las clases de José Luis, Jos Sagüés o en las charlas que mantuve con él.

En “La muerte cansada” Bernhard Goetzke interpretaba a un misterioso forastero que llegaba a un pueblo para construir, en el terreno adyacente al cementerio, una tapia, en realidad muros y muros sin una sola abertura, que servía de morada a las almas de los muertos, las únicas que podían atravesar la piedra infranqueable. El enterrador cree haberlo visto antes, pero no recuerda dónde; los burgueses se acercan con curiosidad hasta los muros, pero mantienen una prudente distancia; la pareja de enamorados que sirve de leitmotiv a la historia (“Liebe ist stärker als der Tod”, “el amor es más fuerte que la muerte”) admiten al misterioso pasajero en su coche, y más tarde comparten mesa con él, justo antes de que el novio se marche de allí en compañía del forastero. La muerte aparece siempre así, cercana y enigmática, a la vez sombría y magnética. Lang desdobla, en un símbolo más que fructífero desde el punto de vista filosófico, al personaje que significa la muerte: es frío y crudo, un espectador imparcial capaz de apagar la vida de hombres, mujeres y niños; pero también presenta un amor paternal, como si, a pesar de todo el dolor del mundo, “sobre la bóveda del cielo debiera habitar un padre misericordioso”, según los versos Schiller que Jos nos recordaba.

De alguna manera, antes de que Heidegger y la filosofía existencialista diseccionaran la muerte como fenómeno, ésta se pensaba, o se dejaba pensar -estaba, en fin, inequívocamente en el ambiente- en la Alemania de Entreguerras, con Robert Wiene, Leni, Galeen, Wegener, Murnau y Lang en el recién nacido género cinematográfico. Precisamente este género introduce un cambio de perspectiva sobre la muerte -ahora podemos ver al fantasma corriendo de un lado a otro, podemos ver con vida a los muertos- y cambia también la perspectiva del espectador sobre ella: lo acostumbra a mantenerse a distancia de ella, como los burgueses de la película, y al mismo tiempo casi puede tocarla. No hace falta recordar la denuncia, explotada por directores como Haneke, de esta virtualidad de la violencia, a la vez real y pulsional, virtualidad que nos permite enfrentarnos con total frialdad a los telediarios del día a día, a las guerras, los cadáveres -no son sólo muertos, también son los olvidados- de la Historia que contempla el ángel de Paul Klee según Benjamin. Creo, no obstante, que este giro cinematográfico conecta con la experiencia cotidiana de la muerte, es decir, que no es tan artificial como parece. La muerte, decía, aparece siempre cercana y enigmática, a la vez sombría y magnética. Sólo desde esta comprensión se puede hacer (in)soportable el cáncer que acabó con la vida de Jos el 28 de enero de este 2014, que fue segándola durante más de un año del mismo modo imprevisible y enigmático.

Cuando Georg Büchner murió de tifus en 1837 tenía veintitrés años y unos meses, la edad del que ahora escribe estas líneas. Jos Sagüés, hombre de teatro como Büchner, codirector y coguionista junto con Santiago Sanjurjo del documental “¡Paz a las chozas! ¡Guerra a los palacios!” (2013) sobre la vida del autor de “Woyzeck” o “La muerte de Danton”, manejó los hilos del documental, pero ocultó, como hacen los buenos directores, su mano: como en sus clases, en “¡Paz a las chozas!” no aparecen contraplanos suyos, no aparece nunca una respuesta definitiva, aunque intuyo que el documental es enteramente un diálogo suyo con Büchner, del que se destaca su espíritu revolucionario, su afán pedagógico, su juventud, su humor irónico, su innovación en el arte dramático. El documental, y con él el propio Jos, interpela al espectador, lo despierta de aquel “sueño dogmático”, que diría Kant, y le obliga a posicionarse, no sólo ante Büchner, sino sobre todo ante las injusticias que denunció y que siguen hoy vigentes. Como en la aventura de la “dama” Lil Dagover, que en la película de Lang enfrenta a la muerte con su propia condición destructora y logra así conmoverla y derrotarla -de ahí la “muerte cansada”- la muerte de Jos nos deja con un vacío imposible de reparar, y al mismo tiempo nos debe llenar de aquella fuerza para la acción de la que hablaba Biermann (que cantaba aquello de “So oder so, die Erde wird rot. Entweder leben-rot oder tod-rot”) citando a Gramsci (Un comentario dos días después, EL PAÍS, 23-VIII-1991) : «Soy partidario del pesimismo de la inteligencia y del optimismo de la acción».

Jos no tomó partido por la desesperanza, aunque las circunstancias políticas y personales invitaran a ello, sino por la creación (que es siempre constante y doble, creación de una obra y creación del sí mismo), entre otras cosas la creación de aquel magnífico documental sobre un “recién nacido” como Büchner -en 2013 se celebraba el 200 aniversario de su nacimiento. Jos se mantuvo hasta el final, como siempre, del lado de la vida, en el sentido más nietzscheano del término, luchando, como siempre, desde la dialéctica, lo que en su caso es tanto como decir “desde la resistencia”. Tu muerte, Jos, debe ser una muerte cansada: desde este lado se te ve aún con vida.

Un abrazo y hasta siempre.

Federico Ocaña

*Jos Sagüés falleció en Madrid el 28 de enero de 2014. Su mensaje póstumo fue: “Hasta siempre y no os olvidéis de sonreír. Un abrazo.”

**Próxima proyección del documental: Universitat de Barcelona, de 10 a 11:30, el miércoles 12 de marzo de 2014, aula 0.1 (aulari Josep Carner),presentación a cargo de Santiago Sanjurjo (UCM), Jordi Jané (URV) y Marisa Siguan (UB).