GINEBRA EN LOS INFIERNOS (1969), DE JAIME CHÁVARRI

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Jaime Chávarri ha mostrado en otras ocasiones («El desencanto», «A un dios desconocido») que puede, quizá a su pesar, llegar a ser un director de culto. Menos brillantes que los anteriores títulos y por supuesto menos célebres que «Las bicicletas son para el verano», los primeros largometrajes tienen, sin embargo, un encanto especial. Algo recorre «Run, Blancanieves, run» (1967) y «Ginebra en los infiernos», del mismo modo como recorre «Último grito», un programa que intentaba romper el hielo cultural del particular telón español, que permanece aún echado en muchos sentidos, como en «Un, dos, tres, al escondite inglés» de Iván Zulueta, que tiene en Run, Blancanieves un papel menor pero en Ginebra es uno de los tres protagonistas. El nexo es, efectivamente, una joie de vivre vinculada a la cultura pop, a una pasión ilimitada por el cine, que se presenta como flotador y vía de escape para toda una generación.

Chávarri canaliza esa pasión a través del súper 8 y consigue un efecto sorprendente, incluso para él: la película gana en interés a medida que pierde calidad. El mito de Ginebra se presenta aquí adaptado: Lanzarote y Arturo (Toby, un boxeador atormentado interpretado por Antonio Gasset, e Iván, Iván Zulueta, director de cine) se disputan a Ginebra (Mercedes Juste), una ingenua farmacéutica recién licenciada que encuentra a Iván sentado en la parte trasera de su coche y se muda a vivir a la casa del director de cine, que comparte piso con Toby, que entrena constantemente sin la intención real de boxear.

El perfil de Toby es quizá la parte mejor desarrollada del guión, donde se entremezclan thriller psicológico, drama y ciencia ficción. Debido a un trauma de infancia Toby es incapaz de pelear; se siente perseguido como a través de un bosque por un hombre de aspecto siniestro y, a pesar de que está enamorado de Ginebra, tampoco consigue conquistarla del todo. Finalmente, tras un rocambolesco secuestro, durante el cual Ginebra pierde la memoria y, como en «El gabinete del doctor Caligari», tratan de hacerle creer que todo lo vivido ha sido -de nuevo- un sueño (muy similar por momentos al sueño de Toby), Ginebra vuelve con Iván, aunque decide a la vez ayudar a otros boxeadores frustrados.

El argumento es enrevesado de por sí, pero un sonido deficiente, una fotografía oscura y un uso de los flashbacks a veces incomprensible lo hacen aún más difícil de seguir. Sin embargo, lo que cuenta no es una historia, se trata del cine, de cómo se puede jugar con la cámara, con el argumento y con las imágenes. Si pensamos en términos actuales la película, lo que encontramos nos sorprende por su frescura: cómo, con pocos medios, se puede conseguir, tras un trabajo parcelado en el tiempo libre a lo largo de meses, un film más o menos coherente y, sobre todo, entretenido. Chávarri se ha disculpado en más de una proyección por la calidad de imagen y sonido, pero realmente da igual: el objetivo -y esto también lo ha reconocido- era disfrutar haciendo películas, delante y detrás de la pantalla, probar sencillamente nuevos giros argumentales (tríos o triángulos sentimentales, vidas inauditas), dejarse vampirizar por el séptimo arte.

Lotte Eisner hablaba de la pantalla “demoníaca” y Zulueta aportaría con «Arrebato» un giro esencial para los amantes, quiero decir, los apasionados, de este arte, pero en estos simpáticos ejercicios de estilo de Chávarri vislumbramos ya algo de ese camino. En primer lugar, el disfrute y la pasión se transmiten independientemente de la época de la pantalla al espectador. Y si Ginebra en los infiernos lo consigue no es sólo por su corta duración, ni porque España no haya cambiado fundamentalmente desde los años sesenta, sino porque pertenece a ese grupo de películas que, sin ser obras maestras, tocan aquí y allá la sensibilidad del espectador gracias a esa transmisión subliminal del placer. En segundo lugar, Ginebra en los infiernos es, como dije, ya una película de culto, una parte del archivo que las filmotecas no pueden olvidar: sirve para entender a Chávarri, pero también a Zulueta, la cultura pop española de los sesenta, etc. Para ellos no se trataba de ofrecer modelos políticos desde el cine con los que combatir la política -para eso ya estaban los cantautores- sino de combatir anti-políticamente por la libertad artística, que es sobre todo individual, pero puede tener también una traslación política.

La relación es, obviamente, problemática, pero durante la hora que dura el metraje el espectador realmente olvida sus problemas, como digo, no le importa ya si el triángulo amoroso transcurre en Madrid en los años sesenta o en cualquier otra parte, ni si se hace referencia a tal o cual película, ni a qué banda sonora pertenecen las canciones. Se deja simplemente envolver en el misterio que rodea a Toby, Iván y Ginebra.