El castigo sin venganza, de Lope de Vega, dirigida por Helena Pimenta

El castigo sin venganza

El Teatro de la Comedia ha visto tantas cosas en su historia: la Liga de Educación Política de Ortega, la adhesión de CNT a la Internacional comunista, la fundación de Falange, quién sabe cuántos monarcas y nobles reales y ficticios. Ha visto tantas cosas que ha dejado de ser «de la comedia» y  ha pasado a ser patrimonio de nuestra vida cultural y social y espejo de vida humana.

El castigo sin venganza refleja aún esta semana (hasta el 9 de febrero) en el Teatro de la Comedia algunas de nuestras caras más oscuras: un conflicto de honor y ultraje familiar desencadenado por el poder y el deseo.

Es el deseo el que mueve al Duque de Ferrara (Joaquín Notario), un deseo poco responsable y sin límites, que le da una fama -y le marca un destino- que cumple: ni siquiera el matrimonio con Casandra (Beatriz Argüello), joven noble de Mantua de gran belleza, y la maniobra política de unir las dos casas, lo apaciguan. El Duque sigue llevando una vida disoluta, acompañado por secuaces que Pimenta sitúa aquí y allá como los «drugos» de La naranja mecánica de Kubrick, y cediendo el peso del gobierno, como en otras ocasiones, a su hijo bastardo y heredero, el conde Federico (Rafa Castejón).

El encuentro de Federico y Casandra el día antes de la boda marcará la tragedia: enamorado el conde a primera vista, su pasión le hace olvidar a su prima Aurora, con quien parecía destinado a casarse, y caer en un estado de melancolía, «sin mí, sin Dios y sin vos». Casandra, despechada por el abandono al que la somete el duque, y preocupada y atraída por su hijastro, acaba estallando y asume hasta las últimas consecuencias el «pecado» que van a cometer.

Durante uno de los períodos de ausencia del duque, que ha marchado en auxilio del Papa, Federico, que se consumía ante la imposibilidad de no tener a su amada, cercado también por el mero pensamiento y tentado por el suicidio, y Casandra, se unen finalmente.

Al regreso del duque, mientras los amantes discuten acerca de qué camino tomar, si el del ocultamiento o el de la huida (más determinada en todo caso ella que él), la celosa Aurora informa al duque, que resuelve acabar el engaño con uno aún mayor que segará las vidas de Federico y Casandra.

La versión de Helena Pimenta traslada la acción a un contexto apropiado, un «juego de tronos» (el vestuario, la luz y la decoración juegan en determinados momentos con sillones, pieles y tonos bermejos) en un período impreciso de la segunda mitad del siglo XIX o primeros años del XX, un ambiente que entra en diálogo, por la caracterización de personajes y alianzas, con la inestabilidad gatopardiana de la política y los afectos.

La vieja moral, con la Iglesia católica como representante, está en retroceso, incapaz de valerse por sí misma militarmente ni siquiera en el interior de Italia, solicita la ayuda de un personaje sin moral como el duque de Ferrara. Acorralada también en el interior de los individuos por las pasiones que los arrastran, estos acaban prefiriendo ser consecuentes, asumir el pecado, y salir de la melancolía a la que los conducía el debate entre razón y corazón, moral y pasión, con el honor de fondo como el peso de la tradición. Todo ello a sabiendas de que esta ruptura con la tradición los sitúa en un escenario que, sin ser el del suicidio, los aboca también a una muerte trágica.

Si su vida era una «vida sin vida», sin «vivir en ellos» que dirían los místicos, la relación de Federico y Casandra es propiamente el castigo sin venganza cuya ejecución Lope trata de atribuir, torpe y atropelladamente, al duque: castigo para el duque, porque en el momento de mayor conciencia moral, cuando regresa de Roma, sufre la revelación del engaño y debe conducirse con el cinismo amoral del gobernante; castigo para Casandra que, forzada al matrimonio por su padre, y premonitoriamente rescatada por Federico antes e entrar en Ferrara, siendo como es de linaje «profético», acaba más bien convertida en Helena de Troya, con quien también se la compara en la obra; castigo para Federico, que no se conforma con la herencia que recibirá de su padre y sucumbe al peso de los afectos.

Podemos imaginar a un Lope cansado, que se fija en Calderón para retratar una vida que se vuelve, por las asfixiantes leyes de la piedad, la política y casi de la antropología, contra los individuos, una vida que es casi una pesadilla y que sólo puede acabar con el desengaño de la muerte.

Con semejante desenlace, sorprendentemente rápido, parece decirnos Lope: recogeréis lo que sembráis, pero lo dice con una cierta invitación a correr el riesgo. Si su mirada sobre los amantes incestuosos no carece de dureza, guarda aún cierto cariño y condescendencia, aunque sea sólo por las escenas donde pueden explicar -y explicarse- su destino. El duque, en cambio, se hace un personaje frío desde la primera escena: es quien primero interviene, pero quien se da cuenta más tarde de cuál es su destino, y sin embargo quien lo resuelve con menos dudas.

Esta es quizá la tragedia que refleja este Lope ya anciano: los castigos se los procuran los hombres, pero la venganza sólo la procura Dios, o acaso, si este se retira, el tiempo.

EL CASTIGO SIN VENGANZA

Dirección: Helena Pimenta
Versión: Álvaro Tato
Producción: Compañía Nacional de Teatro Clásico

TEATRO DE LA COMEDIA (Madrid): Del 21 de noviembre de 2018 al 9 de febrero de 2019
Duración del espectáculo: 1 hora y 40 minutos sin descanso.

Durante los meses de febrero a julio la obra se representará en otras ciudades españolas.